lunes, 9 de agosto de 2010

El rey ha muerto….viva el rey !!!

Y se va -nuestro glorioso mandatario- habiendo sacado a flote los más malos sentimientos morales de este país… Haciéndolos ver como sentimientos nobles.
El nuevo Presidente es el hombre que se rodea de los mejores talentos del país teniendo en cuenta exclusivamente el interés público y sin importar si han sido sus detractores o adversarios.

Siempre será fácil suponer que la frase “Dios ha muerto” enuncia la simple opinión de un ateo más (del filósofo alemán Friedrich Nietzsche) y que, por tanto, puede ser refutada apelando al latente hecho de que la mayoría de las personas sigue creyendo en Dios. Siempre será posible objetar que el mismo autor de la tan conocida frase terminó volviéndose loco, y que él sí –no Dios– está bien muerto ya. Son salidas fáciles y, por lo mismo, nada edificantes. Algo realmente edificante, si bien un poco más difícil, es intentar pensar que la frase puede tener un sentido, más que lapidario, realmente constructivo.


Podríamos pensar, por ejemplo, que en dicha frase la palabra ‘Dios’ representa un mundo ideal, que supera los límites de nuestra realidad. Un mundo del que –no nos digamos mentiras– nadie sabe nada, y del que unos pocos, sin embargo, pretenden saberlo todo. Pero al margen de la crítica al negocio y, por ende, al poder que para esos pocos representa esta creencia, bien haríamos en entender la frase de Nietzsche como una sana invitación. Como un llamado a la sensatez.

Porque si Dios no existiera ya –una vez solos–, podría ser que nos aceptáramos tal y como somos, al mismo tiempo que nos preocupáramos por ser personas cada vez mejores. O, entre tantas otras cosas deseables, podríamos ser nuestros propios jueces y, en consecuencia, fortaleceríamos más nuestras instituciones para cuidarnos de nosotros mismos. De nuestros posibles excesos. Quizá nos veríamos obligados también a aceptar que el único paraíso posible sería el que pudiéramos tener aquí en la tierra y, así, nos ocuparíamos de construirlo. En efecto, pero quizá no. Sin Dios, quizá todo sería un caos y el mal imperaría por doquier.

Quizá. Sólo que, aun con Dios, puede ser que desde siempre el mal haya alcanzado límites insospechados: que se bombardeen países en nombre de Él, que se libren guerras santas y que hayan creyentes fervientes que, además, sean sicarios, paramilitares, guerrilleros, políticos corruptos y hasta sacerdotes pederastas, entre tantos otros.
Siendo ese nuestro triste caso: ¿Por qué, entonces, nos cuesta tanto aceptar la frase “Dios ha muerto”? ¿Por qué, si no creer en Dios no implica creer en el diablo, ni implica ser una mala persona? La respuesta es muy obvia: porque no queremos. Porque siempre será más cómodo no tener que sentirnos, del todo, responsables de nuestros propios actos –ya que hasta el más malo, aun en el lecho de su muerte, confía en que Dios sabrá entenderlo, sabrá perdonarlo–.

Así pues, como tantos otros males, el problema aquí es de falta de voluntad, producto de la comodidad. De esa misma falta de voluntad que explica también por qué no queremos vivir sin héroes, sin padres o hermanos que se echen la casa al hombro, sin mandatarios abnegados (en apariencia): sin Uribe.

Es por eso que no votamos por partidos políticos, por programas de gobierno, sino por individuos –por aquellos que, esperamos, se echen el país al hombro–. Es por eso que nos duele tanto que se vaya Uribe, a quien siempre quisiéramos tener en el poder, como si fuera un rey.

Por fortuna, sin embargo, hoy podemos decir que el rey –este ‘rey’– ha muerto. Porque con todo y la comodidad que para nosotros representaba tener a Uribe en el poder, su mandato sacó a flote los más malos sentimientos morales de este país y, lo peor de todo, nos hizo creer que eran sentimientos nobles, deseables.

Porque fue en este gobierno, para mencionar tan solo uno de los tantos casos lamentables, en el que se nos hizo creer que no era del todo malo asesinar a jóvenes inocentes, haciéndolos pasar como guerrilleros caídos en combate. Porque fue más noble –como no lo fueron esos ‘chinos de barrio pobre’– hacerle creer al país que estábamos avanzando en cuestiones de seguridad, manteniendo en alto la moral de nuestras fuerzas militares. En efecto, si bien estos crímenes de Estado fueron realmente lamentables, el nivel de popularidad con el que termina este gobierno demuestra que, en el fondo, no los encontramos del todo reprochables, porque ‘el fin justifica los medios’.

El mismo Nietzsche entendió muy bien que su pensamiento había llegado demasiado pronto, que el mundo no estaba preparado para aceptar la muerte de Dios. Creo que en Colombia, de manera similar, las encuestas revelan que no estamos preparados todavía para vivir sin Uribe. El daño está hecho. Es que la falta de voluntad se traduce también en falta de autonomía –en pereza y cobardía–; es que la falta de voluntad es mala voluntad.

Con todo, una buena lección sí podríamos sacar de estos ochos años. Como ya lo dije hace seis meses en este mismo espacio, si bien el gobernante populista parece sacrificar su bienestar por el de su pueblo, este sacrificio –al generar dependencia en sus gobernados– se le retribuye en una forma de poder cuyo deseo es cada vez mayor: el gobernante populista no es, en lo absoluto, un abnegado, es más bien un dictador en potencia.

Insisto, para nuestra fortuna, este rey –este mal intento de dictador– no va más.

*Magíster en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia y profesor catedrático de Humanidades de las universidades del Rosario y Jorge Tadeo Lozano.

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