martes, 12 de junio de 2012

Tatuajes....Arte Seductor


Los tatuajes dejaron de ser la marca en la piel de los integrantes de las bandas de heavy metal de los años ochenta, para convertirse en un elemento de seducción femenina.


Los tatuajes dejaron de ser la marca en la piel de los integrantes de las bandas de heavy metal de los años ochenta -en especial de los malencarados truhanes de Mötley Crüe-, para convertirse en un elemento de seducción femenina. Entre delfines que saltan por el vientre y la cintura o plantas misteriosas que extienden sus ramas por hombros desnudos, los hombres tenemos un pretexto más para clavar los ojos en el cuerpo de una mujer.
Por Juan Esteban Constaín - Fotografía: Álex Mejía
El mejor tatuaje que he visto en mi vida se lo vi a un tipo sobre la pantorrilla izquierda, en un bar de Salerno. Tenía que ser un napolitano y estar allí de visita, supuse, porque llevaba a Maradona en la piel. O era napolitano o era argentino; y más que un dilema es un silogismo. Hasta que se lo pregunté, primero en español y luego en italiano: de dónde sos vos, decime.

Me contestó que de allí -la conclusión del silogismo- y luego me hizo ver con detalle el dibujo perfecto: Diego corriendo con la camiseta albiazul, de espaldas, así como corría él: chiquitico, con la cabeza hacia abajo, con los hombros levantados y el brazo izquierdo un poco hacia adelante, y el derecho hacia atrás. Unos mendrugos de pasto en los pies. Le pregunté al tipo que si esa era una escena del segundo gol contra los belgas, en el 86; me dijo que sí, que justo antes de entrar al área. Obvio.
Si yo algún día me hago un tatuaje, tiene que ser ese: uno de Maradona en la cancha, con la narración de Víctor Hugo Morales si es posible. Con la pelota, sí. O me hago el otro que siempre he querido para mi brazo derecho, la firma de Paul McCartney. Una vez hasta llevé un cartel a uno de sus conciertos (no el de Bogotá, que fue la mejor noche de mi vida), decía así: "Firma mi brazo, es un tatuaje". Pero una vieja que estaba al lado mío se me adelantó, y hoy debe de tener ese autógrafo allí, todavía, en su cuerpo. Paul, además, no es bruto, y el cartel de ella prometía mucho más: "Firma mi pecho, es mejor...". Así que ahora solo me queda la opción del Diego, o cosas un poco más discretas: la cara de Syd Barrett, o el brazo de don Ramón en el que había un tatuaje de un barco pirata. Un tatuaje que contenga a otro y a otro y a otro, y así.  El telar de Penélope en que aparece Odiseo buscando a Penélope.
Pero no sé, yo no soy muy de esas cosas. De hecho ni siquiera me gustan los tatuajes, quizás porque en mi adolescencia veía con horror las fotos de un grupo de los años 80, Mötley Crüe.Eran cuatro truhanes con cara desafiante (la cara oficial de todas las bandas de esa década maldita y oprobiosa, la década de Reagan) que además se habían vuelto famosos no solo por su música y sus excesos y sus amantes sacadas de cuanta película porno, sino también por ese dato que entonces me parecía tan indigno, tan grotesco, tan bajo: sus tatuajes.
Yo los miraba y los miraba durante horas, oyendo su versión de Helter Skelter que no es mala, y trataba de descifrar cuáles eran esas figuras que cubrían el cuerpo de Nikki Sixx, el bajista, que según un amigo mío del barrio valían tanto como un Ferrari Testarosa; o veía los de Tommy Lee, el baterista, sobre todo uno que estaba en su espalda como una lápida: un sol pensativo cuyos rayos se diluían por el resto del cuerpo, casi sin dejar al aire nada de la piel.Así que debo confesar que gracias a ese trauma de mi juventud con la imagen saturada y rococó de Mötley Crüe, nunca me gustaron los tatuajes. Ni verlos ni tenerlos. Nunca fueron para mí, tampoco, una tentación libertaria, ni una oportunidad para reivindicar rebeldías juveniles, delirios estéticos. No.
También es que durante mucho tiempo los tatuajes fueron para mí la versión que se conocía de ellos en Colombia: unos hechos con las mejores intenciones pero con gran precariedad técnica y material. Iniciales de noviazgos furtivos inscritas en la mano o el antebrazo, o unos diseños misteriosos de tinta azul que en el original podían ser un corazón o el escudo de Batman, y ya en la piel se difuminaban tanto que uno creía siempre que todos eran, indefectiblemente, la vieja insignia del pirata, la calavera. O Eddie, el muñeco de Iron Maiden.
Ahora las cosas han cambiado mucho, sin duda, y no solo desde el punto de vista objetivo y estilístico que ha hecho posibles grandes maravillas a la hora de teñir la piel de nadie; no. También han cambiado en un sentido más profundo, sociológico: la sociedad ya no es tan pacata y tan cerrada, y los tatuajes no son más la marca exclusiva de gente marginal y pervertida, de gente baja, de gente sucia. No es solo que los tatuajes sean cada vez mejores y más refinados y más interesantes, sino que su reconocimiento es cada vez mayor, hasta el punto de que un concepto tan polémico como el de la belleza, sobre todo el de la belleza femenina, parecería hoy incompleto sin esa marca de fuego. Estoy exagerando, sí, pero de eso se trata; eso producen los tatuajes.
Yo lo empecé a notar con mis alumnas y mis amigas hace diez años, porque muchas llegaban tranquilamente a sentarse y entonces uno veía algo extraño, algo distinto: como unas enredaderas en la espalda, como unos delfines saltando por el vientre o la cintura. O unas rosas, o un tribal en el brazo, o una flecha hacia el sur, o una serpiente: invitaciones abruptas a disfrutar más de la belleza, o aun  a encontrarla por primera vez, casi de manera inopinada.
De pronto, la que no nos parecía tan bonita ni tan atractiva, ahora tenía esa marca en la piel y era como una poderosa razón para mirarla de otra forma. También porque eso tienen los tatuajes en las mujeres, que al ser tan desenfadados, casi tan agresivos y tan violentos y tan libres, dan más bien la sensación contraria: la de lo prohibido, la de lo misterioso. Uno se fija en el tatuaje, sí, pero empieza a delirar con lo que no está allí, con lo que la imagen oculta o anuncia. Es increíble porque se trata de un recurso estético -qué más- oficiado sobre el cuerpo justamente para que se vea, pero su gran mérito, su poder de evocación y persuasión, está en todo lo que se intuye a partir de esa imagen velada.
Por eso no se equivocan quienes dicen que un tatuaje es un símbolo: un símbolo de quien lo porta, de lo que oculta quien lo porta. Hablaba de la manera en que desde hace tiempo las mujeres se tatúan cada vez más y mejor, y se me olvidó recordar que muchas deciden hacerse una inscripción en sus sitios más recónditos: quien llega a verla, es porque merece verlo todo, tenerlo todo. Yo prefiero el minimalismo, eso sí, que me parece mucho más intrigante, más diciente. Cuando todo está en relieve, decía un viejo sabio, nada está en relieve.
Y no deja de ser curioso que muchos de los gestos del mundo contemporáneo que parecen más audaces y más vanguardistas, son en realidad el eco de viejas costumbres prehistóricas. Así el arte de avanzada, que se sirve de trazos infantiles o de la reedición del rasguño de un homínido en su caverna, para romper los cánones de la belleza y la corrección; o cuando creemos que al suprimir los signos de puntuación en un texto estamos innovando, y se trata solo de un vicio que tenían los hombres en el siglo X antes de Cristo. En el Satiricón de Petronio hay una escena premonitoria, cuando el poeta Encolpius le dice a Gitón que allí lleva su tinta, que se escapen del barco tiñéndose de negro, como unos esclavos. Le responde el otro: "más nos valdría un tatuaje", más o menos.
Esos tatuajes de la Antigüedad que ya describía Julio César en su guerra contra los pictos, que iban todos así: llenos de estigmas. Esa era la palabra griega para nombrar lo que quedaba en la piel luego de que una aguja la fuera rasgando con tinta, como en la Colombia de los años ochenta. Cuando en 1991 los paleontólogos revisaron la osamenta de Otzi ¿el famoso "Hombre de  Hauslabjoch", la momia de más de 5.300 años enterrada en los Alpes¿, lo primero que pudieron distinguir fueron sus más de 60 tatuajes intactos. Como los esclavos persas o egipcios, como las mujeres bizantinas, o los piratas ingleses en el siglo XVIII.
Ese siglo en el que Joseph Banks, el gran naturalista y excéntrico millonario, el mejor amigo del capitán Cook al que acompañó en todas sus travesías, escribió a su paso por Tahití sobre los nativos que allí estaban: "Mencionaré ahora su manera de dibujarse la piel con una tinta indeleble; todos aquí van marcados así. Le dicen los nativos 'tattow', una curiosa palabra: tattoo...". Tatuaje. Al volver a Londres, Banks llevaba uno en el brazo: una historia de amor.













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